Anduve tres semanas maquinando combinaciones: celebré en Navidad el touchdown de un rival histórico de mi equipo y le pedí a mi novia ver un sábado por la noche el partido de dos conjuntos que en condiciones normales nos importarían más bien poco. Escribo esto desde la sala de espera del Aeropuerto Intercontinental de Houston porque todas las combinaciones se dieron. Los Chargers cayeron eliminados en una ciudad cuyo vuelo desde Ciudad de México era asequible. Tenía ganas de vivir en directo un resquicio de la primera temporada de Jim Harbaugh y asistir por segunda vez a un recital de Justin Herbert. Mi conclusión fue la misma que dibujé cuando los vi caer en el Estadio Azteca ante los Chiefs de un todavía incipiente Patrick Mahomes tras una intercepción a Philip Rivers en los últimos segundos: siento que viví la experiencia completa.
Ser de los Chargers en México siempre ha implicado un dejo de soledad. Estamos lejos de la histeria de San Francisco, la tradición -por decir algo- de los Raiders o la historia de los Steelers. No tenemos tampoco a la estrella de moda -y haberla tenido en LaDainian Tomlison, allá por los dosmiles, tampoco modificó la tendencia-. No tiene mucho sentido, en términos prácticos, ser de los Chargers: estamos lejos del foco, no solemos realizar fichajes grandilocuentes y tampoco tenemos un vínculo identitario indeleble con la ciudad -aunque éste parece patalear con cada vez mayor fuerza-. Podría acudir al lugar común y decir que ser de los Chargers es un acto de fe. Podría tirarme al piso y decir que es un acto masoquista. Podría, también, ser realista y decir que soy de los Chargers por razones que no vienen a cuento, pero que, a estas alturas, me sería imposible negar.
Todos los que andábamos en la sala de espera del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, enfundados en camisetas, chamarras y gorras azules, parecíamos preguntarnos exactamente lo mismo: ¿de dónde salieron tantos? De pronto éramos una comitiva, un colectivo. Éramos cerca de treinta. Dos tipos que me chocaron el puño en la sala de abordar fueron quienes se sentaron junto a mí en el vuelo. Me contaron que eran de Tijuana, pero vivían hace mucho tiempo en Ciudad de México. Se habían hecho de los Chargers, evidentemente, cuando el equipo jugaba todavía en San Diego. Durante años, mi pretexto para asumirme charger fue precisamente ése: que era el equipo más mexicano; que tenía un vínculo importante con toda la zona fronteriza contigua a la ciudad. No era cierto, de cualquier modo. Los estoy viendo ahorita, despatarrados en los sillones, esperando abordar el vuelo a Ciudad de México. Debieron haber curado la derrota en algún bar del centro.
El taxista que me llevó del aeropuerto al hotel, Abbys, me contó que los Texans son el equipo de Houston por antonomasia. Fuera de acá quieren más a los Cowboys, dijo; son insoportables. Me contó, medio en broma, medio en serio, que estuvo a punto de cancelarme el viaje cuando vio mi sudadera de los Chargers. Nada contra ustedes, dijo, pero acá nos lo tomamos muy en serio. De cualquier manera, es un gran día para jugar football; estamos agradecidos de haber llegado y tener un día más de football. Un día más de football. En esa frase quedó condensada la razón de ser de mi viaje; a través de esa frase entendí, a la postre, bastantes cosas, aunque en aquel momento todavía no lo sabía.
Siempre había entendido a los Chargers como un rasgo personal. Ni siquiera podría reflexionar qué significa o qué implica ser de este equipo porque, al saberme solo, he contado con toda libertad para entenderlo como yo quiera. Esa teoría se derrumbó ayer. Tiene que ver, supongo, que nunca había vivido lo que es un verdadero tailgate. Nunca me habían invitado tanta comida y tanta cerveza por el mero hecho de compartir colores. Había gente de Los Ángeles, Palm Springs, Monterrey, Ciudad de México, San Diego y no sé cuántos lugares más; se acercaban, te chocaban el puño y te ofrecían lo que trajeran. Es un sentido de comunidad, colectividad y complicidad; es -entonces lo entendí- un día más de football. Se paraliza la ciudad en una suerte de fiesta general. El encuentro es un pretexto, en realidad, para convivir. Para algunos, lo que suceda dentro del campo acaba siendo lo de menos. Mi viaje a Houston fue exprés; salvo por los traslados desde y hacia el aeropuerto, no abandoné la manzana donde se encontraba tanto el NRG Stadium como mi hotel. Ese tailgate, sin embargo, repleto de asadores, humo y trocas, me llevó a construir un esbozo de lo que podría ser la vena identitaria de la ciudad respecto a sus Houston Texans.
El duelo, lo sabrán ustedes, fue una paliza a cargo de los locales (me detengo aquí para dejar constancia de algo que no puedo no decir: qué espectáculo es ver en directo a Joe Mixon). Los Chargers alcanzaron a ponerse arriba por seis puntos en los primeros dos cuartos, lo que me llevó a chocar un par de veces el puño con mi vecino de asiento, pero acabaron por venirse abajo antes de que pudiera engullirme un hot-dog y dos cervezas.
Me enterneció profundamente ver a tanto fanático con el dorsal de CJ Stroud, el quarterback nacido en 2001 (¡después del 9/11!). Es una decisión lógica -incluso mi taxista de la mañana lo definió como "el salvador de esta franquicia"-, pero involucra, también, rendirse ante las nuevas generaciones. En México, el niño aficionado al fútbol se desvive ante los dorsales de Messi, Ronaldo, Haaland o Mbappé: quieren ser como ellos. El adulto, sin embargo, no suele rotular la camiseta y pondera al club. Quizá ha visto más nombres pasar; quizá ya no le interesa demasiado ser como ellos. En la NFL no ocurre; las playeras casi siempre cargan un dorsal: a veces son los buques insignia del equipo, otras veces se usan como pretexto para hacer un chiste (saludos, desde acá, al aficionado de los Chargers que se pidió el cero y arriba escribió "days sober"). Los dorsales "que salen mal" pueden servir, también, para reafirmar algo: a las afueras del NRG Stadium vagaba un muchacho con camiseta de Keenan Allen, otrora receptor estrella de los Chargers que buscó nuevos horizontes en los Chicago Bears, que había tachado el apellido y sobre él había bordado la palabra FAMILIA.
Mi mamá, como casi siempre que me sabe en el estadio a mitad de una derrota, me escribió un whatsapp para preguntarme cómo estaba. Respondí que bien, básicamente porque estaba bien. No me arrepentí en lo más mínimo de haberme despertado a las dos de la mañana y realizado horas de fila en mostradores de una aerolínea incompetente para abordar un vuelo donde no dormí nada. No me arrepentí tampoco de congelarme esperando un Uber ni de rogarle al recepcionista que me diera un cuarto antes de la hora del check-in. No me arrepentí, a pesar de que los Chargers no metieran ni las manitas; entendí que elegí mis obsesiones y manías hace mucho tiempo. Hay dos muy claras: una gira en torno a seguir a mi equipo en un reiterado e infructuoso intento por delimitar qué lugar de mi ser ocupan y componen; la otra, quizá la que más feliz me hace, se trata de desentrañar el nexo identitario que diversos equipos viven cada domingo (o, al menos, cada día de football) con su gente y su ciudad. Es imposible definirlo, por supuesto, pero el intento es precioso.
Esta vez, además, quedé fascinado con un equipo que, tras ganar, vomita en los altavoces Respect, de Aretha Franklin. Qué manera tan elegante de gritárselo en la cara al visitante. Cómo te vas a enojar.